El problema de los antibióticos
Los últimos días han surgido discusiones sobre la disposición de exigir recetas médicas para la venta de fármacos antibióticos en México cuando en realidad no existe algo plenamente válido que rechace dicho proceder. Tanto se ha hablado de una mayor erogación de capital debido a la consulta médica, entre otras cosas, mas la realidad es que la estricta regulación de los antimicrobianos es algo que el sentido común ha estado demandando desde tiempo atrás.
Con el surgimiento de las vacunas se logró la prevención de ciertas enfermedades que de otra forma eran intratables y dependía de la fortaleza del sistema inmunitario de cada individuo el hecho de sortear el cuadro y sobrevivir, casi siempre con secuelas. Patologías como la difteria, el tétanos, la tos ferina y la temible tuberculosis representan algunas enfermedades prevenibles por vacunación que son ocasionadas por bacterias y que antes de la época de los antibióticos no tenían otra forma de abordarse sino con la profilaxis (prevención), e incluso hasta hoy no se garantiza el tratamiento exitoso una vez instalado el cuadro clínico. De cualquier forma, con el surgimiento de los antibióticos se logró un punto a favor en su combate, aunque evidentemente no tan determinante como hacia otras infecciones de notable prevalencia en la población entre las que podemos mencionar las genito-urinarias, respiratorias, gastro-intestinales, etcétera.
Gracias al descubrimiento de la penicilina por Fleming se pudieron combatir a los cocos (neumococos, estafilococos, gonococos y meningococos) y disminuir así la mortalidad en determinados grupos de edad, especialmente los extremos –niños y adultos mayores-; sin embargo muchas bacterias no eran afectadas por la sustancia y mientras eran bombardeadas inútilmente se acababa con la flora bacteriana benéfica del organismo y dejaban libre el camino para que microbios dañinos ocuparan su lugar, haciéndose resistentes a su vez a las penicilinas dado que en esos momentos no eran quienes causaban la enfermedad, mientras los gérmenes que sí lo hacían no respondían al tratamiento que al poco tiempo era abandonado, no cubriendo así las dosis mortales para los que sí eran sensibles de tal forma que la exigua penicilina actuaba más como una “vacuna” para la bacteria que en el futuro aprendería a defenderse y heredaría tal cualidad a su progenie.
Afortunadamente se había dado la pauta para el manejo de la infecciones y a partir de entonces surgieron nuevos fármacos que sí cubrían a más gérmenes, uno de ellos fue la estreptomicina, el primer antituberculoso. Para desgracia de los pacientes, todas esas drogas eran inyectadas, lo que disuadía a no pocos para suspender los esquemas tan pronto hubiera mejoría, motivados también por las frecuentes reacciones adversas que generaban aquellas medicinas naturales; lamentablemente sólo se generaba más resistencia al no acabar con todas las colonias dañinas. Pensando en perfeccionar los tratamientos y procurar un mayor cumplimiento de los esquemas, surgieron antibióticos orales y/o sintéticos, más amables en su administración y efectos, y si bien favoreció a un menor abandono de los pacientes tampoco los eliminó del todo, y más aún, al ser bien recibidos fueron “recomendados” entre la misma población general sin control o intervención de los médicos lo que culminó inclinando la balanza hacia la resistencia bacteriana generalizada.
Si bien en ese momento pudo solucionarse con medidas como la que ahora se aplica, el abaratamiento de los primeros antibióticos les hacía despreciables por parte de las farmacéuticas quienes invertían millones en su búsqueda por nuevas medicinas que generaran ganancias y ampliaran el espectro que las penicilinas no tuvieron o había perdido por la resistencia. Mientras tanto, estas últimas no redujeron su presencia pues la continua demanda de ellas y su pérdida de patente condujo a otros laboratorios a lucrarlas con la consecuente extensión de resistencia bacteriana, ya no sólo para el fármaco en particular sino de manera cruzada, es decir el microbio “aprendía” a defenderse no sólo del que lo atacara en ese momento sino de muchos otros que se le parecieran, incluidos los recién descubiertos por las grandes farmacéuticas. Eso apresuró el surgimiento de más drogas que alcanzaban costos tremebundos como los carbapenémicos, fármacos que funcionan del mismo modo que una penicilina pero con precios superiores a veinte veces las de aquella.
Quizá para muchos eso ha pasado desapercibido, incluso para los médicos que laboran fuera de hospitales y que son la mayoría, pero la peor parte de toda esa multi resistencia ocurre con los pacientes internados. Todos los nosocomios tienen una flora habitual derivada del mismo paso de enfermos y sus familiares que traen consigo los gérmenes, incluso hay cepas exclusivas de ciertos pisos y servicios; recuerdo una tragicomedia de hace muchos años donde una bacteria resistente a casi todo antibiótico atacó al Hospital O’Horán de mi ciudad, descubriéndose tras un exhaustivo estudio epidemiológico que provenía de las fritangas de una vendedora ambulante en particular de las afueras de la unidad. Lo peligroso de todas esas cepas es que su prolongada estancia en los sanatorios las expone a la amplia gama de antimicrobianos indirectamente y las vuelve resistentes; cuando lo hacen directamente es porque ya han colonizado a determinado enfermo quien habiendo ingresado por cualquier simple diagnóstico llega a desarrollar una infección nosocomial que puede ser mortal, dependiendo de la susceptibilidad de su organismo así como de la respectiva bacteriana a los antibióticos. Respecto a su transmisión se relaciona sobre todo a medidas tan simples como el correcto lavado de manos que, según los estudios, menos de la mitad de los trabajadores de la salud lleva a cabo (ni mejor esperar de los familiares de los pacientes). Eso sucede tanto en hospitales públicos como privados pero en los primeros se lleva mejor la información, pudiendo decir que una unidad que reporte nulas infecciones intrahospitalarias está mal.
Como mencioné, esos microbios tuvieron que ingresar a la circulación hospitalaria desde fuentes ajenas al centro de atención, en personas que los hospedaban y que los hicieron resistentes a lo largo del tiempo por el mal uso de los antibióticos. Una infección resuelta genera inmunidad, y si se acudió al médico y prescribió tal o cual antimicrobiano significa que serviría para esa enfermedad en particular, con cierto esquema de dosis, días y modos de administración adecuados, incluso los tiempos del antibiótico dependen de la dieta, del horario de comidas, del tipo de comidas, la edad y complexión, entre otros factores. Con suerte el paciente cumplió a cabalidad con el tratamiento y su cuerpo adquirió defensas contra el bicho; en caso de tener una nueva infección es casi seguro que no se tratará del mismo microorganismo y por lo tanto se debería examinar qué medicina es la más adecuada, trabajo de médico. Empero surgen personas que infieren una misma eficacia de aquel primer fármaco para el padecimiento actual ya que también experimentan malestar, fiebre, dolor de garganta y otros síntomas conocidos, resolviendo en comprar de manera libre la medicina y desencadenando lo siguiente: destruyen su flora natural y predisponen a más infecciones, hacen resistentes a las bacterias dañinas que colonizan sin causar hasta ese momento un cuadro patológico en su organismo, llevan esas bacterias a los hospitales cuando visitan a algún familiar ingresado y las establecen de forma permanentes, o bien -si son ellos los ingresados y al haber mermado su flora- adquieren sendas infecciones que terminan matándolos. ¿Y qué era lo inicial? resulta que se trató de un resfriado común, una influenza estacional o quizá un dengue, todas infecciones virales que no requieren de la famosa “ampicilina” que a la larga generó más gastos que lo que habría costado una visita al médico que prescribiría reposo, mucha agua y paracetamol en caso de fiebre. Por culpa del uso indiscriminado de la ampicilina se está elevando la tasa de infecciones y problemas urinarios graves en mujeres embarazadas que llegan incluso al aborto como complicación o bien se tratan con otros fármacos que no son seguros durante la gestación pero que no hay otra alternativa de abordaje.
Uno no nota tanto el impacto pero si se regulara adecuadamente el uso de tales medicamentos se conseguiría una ventaja en la lucha contra los gérmenes tanto fuera como dentro de los hospitales. Ya no sólo es para ahorrar recursos en la adquisición de las modernas y caras drogas que acaben con cepas altamente virulentas sino que ya se están dando los primeros reportes de bacterias resistentes a tales sustancias que de diseminarse sería catastrófico; es tal la rapidez con la que los microbios adquieren resistencia que ya ni las lucrativas empresas farmacéuticas ven negocio en sus investigaciones pues sus protocolos requieren de tiempos establecidos internacionalmente y que son superados por las “mañas” de tal o cual germen cuyo abordaje científico demanda también una cantidad estratosférica de recursos que acaece en inviabilidad.
De nuevo alguien puede decir que mientras la “terramicina” le cure la diarrea o que la “ampicilina” el dolor de garganta tiene suficiente hasta que le sean inservibles, pero resulta que también hay reportes que señalan que debido al abandono de los antibióticos antiguos dentro de los hospitales las cepas más nuevas han perdido resistencia a las viejas penicilinas que están comenzando a ser útiles con el pilón de ser baratas ¿por qué negar esta esperanza para todos nosotros? Seguramente algún día estaremos agradecidos de tal acción; ya vimos que consultar con un profesional resulta casi igual en costos a corto plazo y mucho más barato a largo plazo. Se requiere de paciencia pues aunque la mayoría de los padecimientos simples son virales, al no resolverse el cuadro con la rapidez que quisiéramos terminamos tomando antibióticos al cuarto día que aparentemente acaba con los síntomas pero que sólo coincidió con la evolución natural de la enfermedad que ya iba de salida.
Y por supuesto, una invitación a mis colegas para no prescribir antibióticos “por si acaso” que esa es sólo una mala costumbre con iguales resultados negativos que la automedicación. N.R.A.A. Mérida, Yucatán, abril de 2010.
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